Saber esperar

La vida humana es un continuo vaivén de la inspiración a la espiración, de la sístole a la diástole, de la mañana a la noche. Pero todo ello no en sentido biológico o natural, sino muy sobre todo en sentido unamuniano: en sentido biográfico.

Digamos que hay dos tipos de momentos en nuestra biografía: momentos de vivir, y momentos de esperar; momentos de aconteceres y momentos de puro reposo. La espera es media vida humana. 

Por ello, quizá, mandara Dios guardar el Shabat como un día de pura espera puesta en ejercicio: porque en la vida hay que «saber esperar», con la expresión que usa Machado en sus Proverbios. La vida es, en gran medida, un «esperar que suba la marea» (por decirlo ahora con el cantautor español), y que traiga consigo, la mar, sus novedades.

Esta es la raíz de toda esperanza: que nada ocurrido tiene autoridad para decirnos que no hay ya más novedad “por esperar”. Si lo dice, miente. Si nos lo decimos, nos mentimos.

No existe la última palabra sobre nada; menos, si esa palabra la pronuncia el hombre. Siempre quedarán novedades por acontecer, en esta realidad que es puro misterio. 

La cantidad de novedades que nos visitarán en el mañana (o nos asaltarán, según el caso) es, literalmente, inabarcable, inagotable, inconmensurable, y un largo etcétera con muchas negaciones más. 

De ahí que la buena esperanza no sea ninguna ingenuidad: es la absoluta cordura, la atención plenamente ejercida y practicada. Siempre cabe esperar que algo bueno ocurra.

Negarlo sería, como dijo Sócrates hace veintitantos siglos, creernos en posesión de una sabiduría imposible de poseer.

Ángel Salmerón

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